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quinta-feira, 26 de março de 2015

Véronique Lévy, hermana del escritor judío Bernard-Henri Lévy, narra su conversión a la fe católica

«Ha habido una lucha cuerpo a cuerpo con el mal»

Veronique Levy en la foto de Jean-Christophe Marmara para Le Figaro
Actualizado 24 marzo 2015


La hermana pequeña del escritor Bernard-Henri Lévy publica un libro en el que cuenta su conversión al catolicismo. Relato de un recorrido fuera de lo común.

Ese primer domingo de Cuaresma del año 2012 la nave de Notre-Dame de París esta llena a rebosar. Una ceremonia presidida por Mons. Vingt-Trois reúne a los adultos que serán bautizados cuarenta días más tarde, en la noche de Pascua.

De repente, entre los asistentes, la gente se percata de la presencia de Bernard-Henri Lévy. ¿Qué hace allí, en las filas reservadas a los familiares de los catecúmenos? Llueven los tuits, que rápidamente son reenviados. Así es como se difunde la increíble noticia: Véronique Lévy, hermana de una de las figuras de la comunidad judía francesa, se ha convertido al catolicismo.

Desde el momento en que anunció a su hermano que iba a ser bautizada, «BHL» (Bernard-Henry Levy, ndt) se dio cuenta enseguida de que no era un nuevo capricho de su hermana pequeña, veinte años menor que él, y a la que nadie en la familia tomaba en serio.

«Con la seguridad e intensidad con la que hablaba entendí que no era una chiquillada, sino una auténtica experiencia interior», dijo él.

«Me impresionó su grado de conocimiento de la teología cristiana, pero también de la judía, de las que antes no sabía nada».

Bernard, como lo llaman los cercanos, está emocionado. Está ante todo impresionado por la transformación de Véronique: antes frágil, inestable, constata en ella una nueva fuerza que la anima y se alegra de ello.

Pero una parte de él está triste por esta conversión: «¿Qué habrán pensado nuestros padres? Durante su bautismo pensaba que este acontecimiento les habría apenado. Una ruptura como esta no se había producido nunca en el linaje ultramilenario de los Lévy» dice. «También sentía que había fracasado en transmitir algo a esta hermana pequeña que podía ser mi hija».

¿Quién es esta misteriosa Véronique, que jamás se ha visto en público?

Cuando se la ve por primera vez, en la calle, fumando un Marlboro, rubia, grácil, diáfana, recuerda a la joven Violaine [la protagonista de la Anunciación a Maria, ndt] de Claudel, como si se hubiera escapado de un teatro, con una expresión algo infantil a pesar de que el dolor que ha jalonado su existencia ha dejado una marca de gravedad en su rostro. Parece temerosa.

Pero en cuanto nos sentamos ante un café y entramos en el tema, - y el tema, insiste, es Cristo -, se la ve segura de sí misma, se expresa con facilidad, con precisión, incluso con una cierta autoridad.

Quiere explicar cómo está articulado el libro que publica, Montre-moi ton visage [Muéstrame tu rostro, ndt], en el que cuenta su aventura con el Crucificado.

Esta explicación no es inútil: el corazón de este texto es la transcripción de los diálogos interiores que ella tuvo con Cristo ante el Santísimo Sacramento, una larga conversación amorosa con su amante divino.

Véronique Lévy está iluminada por una fe totalmente nueva, pero no loca. Jean-François Colosimo, propietario de las Éditions du Cerf y editor del libro, recuerda que este tipo de literatura no tiene nada de extravagante y que es normal que las místicas hablen de su vida interior con el lenguaje del amor, utilizando a veces expresiones crudas para evocar el amor que viven con Dios.

«Si sorprende este libro es porque se ignora que el cristianismo no es una religión de la ley, sino que es un encuentro con Cristo que despierta todo lo que hay de humano en nosotros para convertirlo», añade. «Hacer experiencia de la fe es como enamorarse. Cuando amamos incondicionalmente a una persona sacrificamos todo por este amor, somos indiferentes al juicio de los otros, sólo pensamos en alegrarnos por la presencia del otro».

Al principio, la joven bautizada sólo deseaba publicar el diálogo de un alma con su Señor, que da preferencia al Resucitado. Le hicieron entender que sería bueno que ella lo completara con un relato biográfico más explícito… Se dejó convencer porque quiere mostrar cómo Dios se manifiesta en una vida, «en la vida de todo el mundo», insiste, haciendo un gesto con la mano para recalcar la importancia que tiene esto.

Georgette Blaquière, figura del catolicismo del siglo XX, decía: «Creer en Dios no es creer que Dios existe, sino creer que yo existo para Dios».

Véronique Lévy se anima recordando cómo oyó hablar de Cristo por primera vez, en una playa super llena de Antibes, cuando ella tenía… tres años. Un niña no mucho mayor que ella, Coralie, le habló de Jesucristo y durante años de vacaciones compartidas le enseñó las oraciones cristianas, la catequesis y le dio un crucifijo.

La pequeña Véronique se quedó fascinada por ese hombre con los brazos abiertos en cruz que para ella no evocaba el dolor sino el amor, un amor dulce y tierno, incondicional y absoluto. A su familia no le contó nada de esta pasión de la infancia.

Véronique sabía que sus padres eran judíos, totalmente laicos, pero judíos. Su padre la sentaba sobre sus rodillas y le decía: «Eres una princesa. Llevas un apellido muy antiguo, aristocrático, el nombre de una de las doce tribus de Israel, la tribu de Leví. No lo olvides nunca».

Una pasión de la infancia
De esa princesa Véronique ha conservado las maneras y el porte, a lo que se añade una extrema sensibilidad que puede llegar a ser una tortura. El fallecimiento de su abuela, a la que adoraba, cuando ella tenía doce años la hunde en una angustia mortal.

Para conjurar a Tánatos, convoca a Eros. En un torbellino de seducción, se maquilla excesivamente y se viste como una mujer, aunque apenas tiene formas. La niña discreta se convierte en provocadora. Una noche su padre le pregunta ante unos invitados que quiere ser de mayor. Ella responde: «Puta».

Está en peligro y sus padres la envían a un internado. Vuelve a recordar la pasión de su infancia, que había olvidado, con la película de Zeffirelli Jesús de Nazaret, proyectada en el internado. Se conmueve, como cada vez que oye hablar de Él.

Durante los veinticinco años siguientes este Jesús la persigue, se entromete en su existencia confusa, desordenada, incluso disoluta, a través de encuentros o de acontecimientos, pero sobre todo a través de los sueños.

Intenta vivir: estudia Letras, después enfermería, cursos de teatro, creación de joyas, historias de amor… Todo lo que empieza acaba fracasando o agotándose. Algo le falta sin que ella sepa el qué.

Los últimos tiempos, esos que precedieron a su conversión, son un paisaje oscuro. Vive la noche en un bar de la Bastilla que se convierte en su casa, «en compañía de una horda marginal de colgados a la deriva», gente perdida que ella ama porque sabe que «en su desmesura hay una búsqueda, la nostalgia de un absoluto».

Interpretando al revés una frase oída en uno de sus sueños - «te arrancaré tu corazón de piedra y te daré uno de carne» -, entrega su cuerpo a los cuatro vientos.

Encaramada en unos tacones de aguja, vestida de negro, espera el gran amor.

Las tinieblas se ciernen sobre ella: se apasiona por los vampiros.

Oración de alabanza en la Fraternidad Monástica de Jerusalén
Es aquí donde la recoge un hombre extraño y demasiado seductor para ser honesto que la lleva a la Iglesia de Saint-Gervais antes de desaparecer. Cuando el padre Pierre-Marie Delfieux, fundador de las Fraternidades Monásticas de Jerusalén ubicadas en Saint-Gervais, encuentra a Véronique en una fila de bancos de su iglesia, está hecha una ruina. «En pocas semanas Dios me reconstruyó», cuenta ella.

Una coincidencia turbadora
Su hermano confirma: «En la vida de Véronique ha habido una lucha cuerpo a cuerpo con el mal, lucha que alcanzó su cima justo antes de su conversión; también ha habido gracia y redención. Se ha convertido en otra. Ha rehecho su alma. Este tipo de aventura espiritual toca al ser en todas sus dimensiones, de arriba abajo».

Cuanto más reza ella, más se encarna. Escribe: «La Iglesia es el hospital de las almas heridas, esas que la psiquiatría y la psicología no han podido consolar. Ella propone lo que el mundo laico ha olvidado, el perdón, la redención. Ella abre un camino de libertad, deshace los nudos. Lo Eterno no divide; unifica, nombra, ordena. Y este orden es bondad».

Su conversión la cura, primero, en su feminidad herida. Si se os ocurre acusar a la Iglesia de misoginia, os destripa.
Hermanas de la Fraternidad Monástica de Jerusalén
También en su identidad judía: «No tenía raíces: en este volver a empezar he encontrado mi origen». Porque los Evangelios, según ella, revelan la esencia del judaísmo. En su libro ella interpela a los fariseos con la libertad de una hija de Israel: «Su rechazo de Cristo ha sido el acto oficial de un divorcio con la vocación santa del pueblo testigo», escribe.

Y añade: «¿La universalización de la Salvación les ha dado miedo?» La hermana pequeña del autor del Testamento de Dios no tiene pelos en la lengua. Ella, que no había leído nunca nada, devora la Biblia y los escritos de los místicos, de los teólogos, de los padres de la Iglesia.

Cuando un pasaje le entusiasma llama a su hermano mayor y le lee páginas enteras ¿No tiene miedo de cansarlo? Ella responde: «Hablo a la Tierra prometida que hay en él».

BHL es agnóstico. Él precisa: «Digamos que para mí, el problema de la existencia de Dios no se plantea». A pesar de todo, esta historia no le deja indiferente.
La Santa Faz, el rostro-no-pintado-por-mano-humana, la imagen de Cristo marcada en tela, quizá en el paño de la Verónica
En el mismo momento en que su hermana empezó a convertirse sin que él lo supiera, él preparaba una exposición sobre la verdad y la pintura que le llevó a recorrer los museos del mundo entero buscando cuadros de esta Verónica que la tradición cuenta que había secado el rostro de Cristo y que éste se había quedado impreso en su velo: una imagen que abre una brecha en la prohibición de representar a Dios.

Reconoce que esta coincidencia le ha turbado. Como lo que sucedió en ese mismo periodo al hermano de ambos, Philippe, que se cayó del sexto piso el día de su cumpleaños.

Con un diagnóstico que no dejaba lugar a la esperanza, mientras Bernard-Henri lidiaba con los médicos, Véronique ponía iconos en su cabecera, escondía medallas milagrosas bajo su almohada, rezaba día y noche. Cuando llegó al hospital la mañana de Navidad encontró a Philippe despierto y respirando sin asistencia.

Empezó a leerle el Evangelio al curado milagrosamente cuando su hermano irrumpió en la habitación. Indignado por esta demostración de piedad católica, le reprochó que se hubiera aprovechado de la debilidad de un enfermo. Le echó un rapapolvo, pero luego se calmó hasta el punto de autorizarla a dejar la imagen de la Santa Faz en la mesilla de noche y a rezar… pero en silencio.

Unos meses más tarde, a petición de su hermana, Philippe asistió a una celebración en la iglesia de Saint-Gervais. Ese día, misteriosamente, los monjes entonaron el Shema Israel y cantaron el Padre Nuestro en hebreo. La familia Levy vive el diálogo judeocristiano en su carne.

El libro es: Véronique Lévy, Montre-moi ton visage, Cerf, 368 p.

(Traducción del francés del artículo de Le Figaro por Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
  

 

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