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quarta-feira, 30 de novembro de 2016

Catequesis del papa Francisco en la audiencia del miércoles 30 de noviembre de 2016

En la última catequesis sobre la misericordia, el papa Francisco explica que para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, pero también un acto de gran fe


El Papa en el Aula Pablo VI - © Osservatore Romano
El Papa en el Aula Pablo VI - © Osservatore Romano
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha concluido esta semana la serie de catequesis centradas en la misericordia. Este miércoles ha reflexionado sobre dos obras de misericordia, una espiritual y una corporal: rezar por los difuntos y enterrar a los muertos. De este modo, ha explicado que rezar por los difuntos es un signo de reconocimiento por el testimonio que nos han dejado y el bien que han hecho. Asimismo ha precisado que la comunión de los santos indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Pero también ha asegurado que el recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar también de rezar por los vivos, que junto a nosotros cada día enfrentan las pruebas de la vida.

Publicamos a continuación el texto completo de la catequesis.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado a la misericordia. Pero las catequesis terminan, pero ¡la misericordia debe continuar! Agradecemos al Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón como consolación y fortaleza.

La última obra de misericordia espiritual pide de rezar por los vivos y por los difuntos. A esta podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a enterrar a los muertos. Puede parecer una petición extraña esta última; en cambio, en algunas zonas del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos que de día y de noche siembran temor y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia tiene un hermoso ejemplo al respecto: aquel del viejo Tobías, quien, arriesgando su propia vida, sepultaba a los muertos no obstante la prohibición del rey (Cfr. Tob 1,17-19; 2,2-4). También hoy existen algunos que arriesgan la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las guerras. Por lo tanto, esta obra de misericordia corporal no es ajena a nuestra existencia cotidiana. Y nos hace pensar a lo que sucede el Viernes Santo, cuando la Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban ante la cruz de Jesús. Después de su muerte, fue José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín pero convertido en discípulo de Jesús, y ofreció para él un sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue personalmente donde Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús: ¡una verdadera obra de misericordia hecha con gran valentía! (Cfr. Mt 27,57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, pero también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (Cfr. 1 Cor 15,1-34). Este es un rito que perdura muy fuerte y apreciado en nuestro pueblo, y que encuentra repercusiones especiales en este mes de noviembre dedicado en particular al recuerdo y a la oración por los difuntos. Rezar por los difuntos es, sobre todo, un signo de reconocimiento por el testimonio que nos han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor porque nos los ha donado y por su amor y su amistad. Dice el sacerdote: «Acuérdate también, Señor, de tus hijos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Un recuerdo simple, eficaz, lleno de significado, porque encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Oremos con esperanza cristiana que estén con Él en el paraíso, en la espera de encontrarnos juntos en ese misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdad porque es una promesa que Jesús ha hecho. Todos resucitaremos y todos permaneceremos por siempre con Jesús, con Él.

El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar también de rezar por los vivos, que junto a nosotros cada día enfrentan las pruebas de la vida. La necesidad de esta oración es todavía más evidente si la ponemos a la luz de la profesión de fe que dice: “Creo en la comunión de los santos”. Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia que Jesús nos ha revelado. La comunión de los santos, de hecho, indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión, es decir, unidos todos, ¿no?, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo, y de aquellos que se han nutrido del Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran familia de Dios. Todos somos de la misma familia, unidos. Y por esto rezamos los unos por los otros.

¡Cuántos modos diversos existen para orar por nuestro prójimo! Son todos válidos y aceptados por Dios si son hechos con el corazón. Pienso de forma particular en las madres y en los padres que bendicen a sus hijos por la mañana y por la noche. Todavía existe esta costumbre en algunas familias: bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por las personas enfermas, cuando vamos a visitarlos y oramos por ellos; en la intercesión silenciosa, a veces con las lágrimas, en tantas situaciones difíciles, orar por estas situaciones difíciles. Ayer vino a la misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Ese hombre joven debe cerrar su fábrica porque ya no puede y lloraba diciendo: “Yo no puedo dejar sin trabajo a más de 50 familias. Yo podría declarar la bancarrota de la empresa, yo me voy a casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por estas 50 familias”. Este es un buen cristiano que reza con las obras: vino a misa para rezar para que el Señor le dé una salida, no solo para él, sino para las cincuenta familias. Este es un hombre que sabe orar, con el corazón y con los hechos, sabe orar por el prójimo. Es una situación difícil. Y no busca la salida más fácil: “Que se ocupen ellos”. Este es un cristiano. ¡Me ha hecho mucho bien escucharlo! Y tal vez existan muchos así, hoy, en este momento en el cual tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el agradecimiento por una bella noticia que se refiere a un amigo, un pariente, un compañero… “¡Gracias, Señor, por esta cosa bella!”, también esto es orar por los demás. Agradecer al Señor cuando las cosas van bien.  A veces, como dice San Pablo, “no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26). Es el espíritu que ora dentro de nosotros. Abramos, pues, nuestro corazón, de modo que el Espíritu Santo, escrutando los deseos que están en lo más profundo, los pueda purificar y llevar a cumplimiento. De todos modos, por nosotros y por los demás, pidamos siempre que se haga la voluntad de Dios, como en el Padre Nuestro, porque su voluntad es seguramente el bien más grande, el bien de un Padre que no nos abandona jamás: rezar y dejar que el Espíritu Santo ore por nosotros. Y esto es bello en la vida: reza agradeciendo, alabando a Dios, pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como aquel hombre. Pero siempre el corazón abierto al Espíritu para que rece por nosotros, con nosotros y por nosotros.

Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, comprometámonos a orar los unos por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales se conviertan cada vez más en el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho principio, terminan aquí. Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua y debemos ejercitarla en estos 14 modos. Gracias.

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