«Cuando Juan Pablo II beatificó a esta capuchina, la denominó la
‘mística del breviario’. En vida, su portentoso dominio de la sagrada
Escritura y de la Patrística suscitó ciertos recelos, y tuvo que
comparecer ante un tribunal»
Beata María Angela Astorch (Wikimedia) |
(ZENIT – Madrid).- Esta religiosa
capuchina española cuya existencia discurrió entre Barcelona, Zaragoza y
Murcia estuvo agraciada con singulares favores místicos. Nació el 1 de
septiembre de 1592 en Barcelona, en el seno de una familia adinerada.
Creció sin la presencia y tutela de sus virtuosos padres que perdió
prematuramente. Su madre murió antes de que ella cumpliera su primer año
de vida. Y cuanto tenía 4, falleció su padre. Arropada por su aya, que
la colmó de cariño, Ángela (Jerónima de nombre de pila) no experimentó
añoranzas por la ternura de sus progenitores que prácticamente no llegó a
saborear.
Era una niña alegre y espontánea.
Llevada de esos descuidos propios de la infancia hacia los 7 años estuvo
a punto de morir por haber ingerido almendras verdes. Atribuyó su
curación a la Virgen María y a la intercesión de la Madre Ángela
Serafina, fundadora de las capuchinas. El hecho supuso un punto de
inflexión en su vida; marcó el límite de su infancia y le abrió el
camino hacia otra etapa de madurez. Es lo que manifestó en su Autobiografía: «Mi
niñez no fue sino hasta los siete años: de éstos en adelante fui ya
mujer de juicio y no poco advertida, y así sufrida, compuesta, callada y
verdadera». Siempre al
abrigo de tutores fue formándose humana e intelectualmente. En la
adolescencia su prodigiosa memoria comenzó a llamar la atención de los
preceptores. Familiarizada con los libros –su padre había estado
vinculado al gremio de los libreros y seguramente le habría legado una
selecta biblioteca–, tuvo en la lectura una de sus aficiones
predilectas, y de manera especial, los textos latinos.
Al final del estío de 1603 ingresó en
el convento de las capuchinas de Barcelona donde le había precedido su
hermana mayor, Isabel, una de las primeras integrantes del mismo que
acababa de constituirse como tal en febrero de ese mismo año. Allí se
curtió en la oración y la mortificación, atenta a los rasgos de virtud
que apreciaba a su alrededor, bajo la dirección espiritual de un
sacerdote aragonés que tenía detrás una importante experiencia
eremítica. A su lado comenzó a familiarizarse con la oración y la
contemplación. En su trayectoria espiritual encontró ásperos momentos
caracterizados por las humillaciones y maltrato concreto de una
religiosa atrapada por sus celos que hubiera querido asemejarse a la
beata en su delicadeza, elegancia, cualidades para el canto y su gran
formación, además de los gestos de virtud que veía en ella.
Todo desaire sirvió a Ángela para
crecer en caridad y humildad máxime cuando era consciente del
antagonismo que existía entre ambas, sentimiento que le ocasionaba gran
aflicción. En un momento dado, por indicación de su confesor se vio
privada de los textos latinos bíblicos y litúrgicos que llevó consigo al
convento, añadiendo la prohibición de tenerlos como soporte en su día a
día, así como de entonar versículos fuera del coro cuando realizaba las
labores que tenía encomendadas. Y eso que el breviario era el sustento
de su intensísima y singular vida mística: «Me
acontece muchas veces que, cantando los salmos, me comunica su
Majestad, por efectos interiores, lo propio que voy cantando, de modo
que puedo decir con verdad que canto los efectos interiores de mi
espíritu y no la composición y versos de los salmos».
Como maestra de novicias tampoco se libró del retintín con que algunas
de ellas acogían sus enseñanzas. Con oración y penitencia superó todas
las tentaciones, incluida la de integrarse en otra Orden donde tuviera
libertad para hacer su voluntad: orar y leer textos de espiritualidad. Y
creció exponencialmente en su amor a Dios de manera admirable.
En 1614 se trasladó a Zaragoza siendo
componente de la primera comunidad que se establecía allí. Y siguió
formando a las religiosas con sabiduría y virtud. En 1626 fue designada
abadesa, y en 1645 puso en marcha la fundación de Murcia. Desde 1620
percibía gracias sobrenaturales que no cesaron. Por su sorprendente
dominio de la Sagrada Escritura, así como de la Patrística, fue sometida
a examen en Zaragoza por cinco expertos y en Murcia por un deán y un
canónigo impresionados de su capacidad para señalar con exactitud los
lugares donde se hallaban las citas escriturarias en lengua latina que
le plantearon. A lo largo de su vida saboreó las numerosas gracias
místicas que recibió –de las que se sentía indigna y que no pudo impedir
aunque le ordenaron que las evitara–, y se afligió en las «ausencias»
divinas. Ha sido denominada «mística del breviario».
Fue particularmente devota del Sagrado Corazón de Jesús: «Mi
incomparable tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta de todo lo
que espero, claridad y sosiego de mis dudas, aliento de mis ahogos,
centro íntimo de mi alma, propiciatorio de oro de mi espíritu…, escuela y
cátedra donde leo ciencia y finezas de tu inmensa caridad…». A Él se ofrecía en reparación de las ofensas que recibía. Amó profundamente a la Iglesia. Tuvo como consigna de vida «callar y sufrir, y llevar el peso que las cosas de gobierno traen consigo, como sierva de la casa de Dios».
Siendo abadesa consiguió que las religiosas pudieran recibir la
comunión diariamente. Actuó de forma admirable en la epidemia de 1648 y
en la inundación de 1651 que arrasó por completo el convento. En 1654
regresó junto con el resto de la comunidad, y seis años más tarde
comenzó su declive físico con una merma tal de sus facultades mentales
que le llevó a renunciar a su cargo; las recuperó en noviembre de 1665
tras un ataque de hemiplejía. Falleció con fama de santidad el 2 de
diciembre de ese mismo año. Juan Pablo II la beatificó el 23 de mayo de
1982.
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