«La urgencia en el seguimiento de Cristo es una fuente de inagotables
bendiciones. Este fundador de las misioneras de la Consolata lo
descubrió pronto. Espiritualmente creció entre dos santos: su tío José
Cafasso y Juan Bosco»
(Foto: giuseppeallamano.consolata.org) |
(ZENIT – Madrid).- «Primero santos, después misioneros», era una de
las hondas persuasiones de este fundador. Sabía que si el eje que
vertebra cualquier acción es la santidad, la gracia se derrocha a
raudales. Nació en Castelnuovo d’Asti, Italia, el 21 de enero de 1851.
Sus padres eran campesinos y tuvieron cinco hijos. José fue el cuarto. A
los 3 años perdió a su progenitor, y a partir de entonces su madre, su
maestra Benedetta Savio, su tío san José Cafasso y san Juan Bosco se
ocuparían de formarle en las distintas etapas de su vida. Su encuentro
con éste último se produjo en 1862. José era uno de los moradores del
Oratorio de Valdocco y tuvo la gracia de tenerle como confesor.
Los cuatro años que pasó junto a Don Bosco, como le sucedió a otros
muchachos, dejaron una profunda huella en su vida. De hecho, el afecto
por este gran maestro perduró siempre en su corazón. No en vano había
descubierto su vocación junto a él. De Valdocco partió a Turín. No había
quien lo detuviese. Por eso, cuando sus hermanos mostraron frontal
oposición a su decisión de convertirse en sacerdote, se posicionó
advirtiendo con firmeza: «El Señor me llama hoy … no sé si me llamará
aún dentro de dos o tres años». Así es. El «tren de las 5», dicho en
términos metafóricos, pasa a esa hora exacta y no a otra, y José lo
tomó. Son radicales decisiones que cambian la vida, cascada
inextinguible de bendiciones.
Su salud era lamentable. En más de una ocasión estuvo a punto de
morir. La debilidad que fue compañera de su vida se hizo patente el
primer año de su permanencia en el seminario. Pero como Dios dilata las
fuerzas humanas hasta límites insospechados, atravesó ese itinerario
llenándolo con sus virtudes que edificaron al resto de sus compañeros, y
fue ordenado en 1873. Poseía excelentes cualidades para la formación.
Por eso, y aunque le hubiera agradado especialmente la labor pastoral
ejercida en una parroquia, pasó siete intensos años dedicados a los
seminaristas en calidad de asistente y director espiritual del seminario
mayor por expresa designación del arzobispo, monseñor Gastaldi.
Mientras, seguía completando sus estudios. Obtuvo la licenciatura en
teología y la acreditación para impartir clases en la universidad entre
los años 1876 y 1877. Además de enseñar derecho canónico y civil, se
convirtió en el decano de estas facultades.
En 1880 le designaron rector del santuario de la Consolata, patrona
de Turín. Inicialmente temió a su juventud y la inexperiencia de sus 29
años. El bondadoso arzobispo, que ya le había animado cuando le
encomendó el seminario, le escuchó paternalmente y acogió benévolo su
inquietud: «Pero monseñor, soy muy joven», había dicho José. Y el
prelado nuevamente le alentó: «Verás que te amarán. Es mejor ser joven,
así, si cometieras errores, tendrás tiempo para corregirlos». Inspirado
consejo. Ese fue el destino de José hasta el final.
Tomó como estrecho colaborador a su amigo y dilecto compañero, el
padre Santiago Camisassa. Y juntos sellaron una bellísima historia de
amistad que duró más de cuatro décadas. Compartieron colegialmente, con
caridad y respeto, diversos proyectos que pusieron en marcha. Entre los
dos convirtieron el santuario en un templo ricamente restaurado y
espiritualmente renovado haciendo de él un importante núcleo mariano.
José era un gran confesor. Fue rector del santuario de san Ignacio, un
lugar en el que había resonado también la voz de su tío, san José
Cafasso, que incendió su corazón con un amor singular por los
seminaristas y sacerdotes. Allamano convirtió el lugar en un centro de
espiritualidad genuino que estaba a rebosar; tal era su influjo sobre
las gentes. Se había propuesto «hacer bien el bien y sin hacer ruido».
Tenía un espíritu misionero ejemplar acrecentado al tratar con uno de
ellos que estaba destinado en Etiopía, Guillermo de Massia, y el celo
apostólico que le caracterizaba lo inculcó a los sacerdotes. Lo tenía
claro: él no había podido ir a misiones, pero otros podrían hacerlo. Y
llevó a su oración este anhelo.
En 1900 se libró milagrosamente de una grave enfermedad por las
fervientes oraciones dirigidas a la Virgen de la Consolata y la ayuda
del cardenal Richelmy. Un año después recibió la autorización para dar
inicio a su fundación. Primeramente surgieron los misioneros. En 1909
mantuvo una audiencia con Pío X, quien animándole a dar otro nuevo paso,
le dijo: «…si no tienes vocación para fundar religiosas, te la doy yo».
Y el 29 de enero de 1910 puso en marcha la fundación de las misioneras
de la Consolata. Tres años más tarde partían para las misiones.
Este incansable apóstol y gran formador de jóvenes y sacerdotes,
devoto de María e impulsor de una revista mariana, estuvo implicado en
numerosas acciones, incluidas las que llevó a cabo durante la Primera
Guerra Mundial. Murió en Turín el 16 de febrero de 1926. En su
testamento hizo notar: «Por ustedes he vivido tantos años, y por ustedes
he consumido bienes, salud y vida. Espero que, al morir, pueda
convertirme en su protector desde el cielo». Fue beatificado el 7 de
octubre de 1990 por Juan Pablo II.
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