«Este insigne apóstol del Sagrado Corazón de Jesús venció su inicial
aversión por la vida religiosa convirtiéndose en jesuita. Fue confesor
de santa Margarita María de Alacoque. Perseguido y acusado injustamente,
murió en el destierro»
San Claudio de la Colombière (Wiki commons) |
(ZENIT – Madrid).- Nació el 2 de febrero de 1641 en
Saint-Symphorien-d’Ozon, localidad francesa perteneciente a Lyon. Sus
padres eran creyentes. En el ámbito familiar, elogiado por la piedad en
la que estaba asentado, recibió una honda formación espiritual. Después,
su excelente carácter le ayudaría en la vida religiosa, en la que no
hizo más que incrementar las numerosas cualidades innatas que le
adornaban. Y la oración haría que tocase el corazón de los demás con sus
inteligentes y acertados consejos que dejaban traslucir su sed de unión
con Dios, en tal grado que el mundo con todas sus vanidades y fútiles
ofertas se desvanecía ante sus pies. Su único referente era Él. Con
estos sentimientos que bullían en su espíritu convirtió a muchas
personas y las alentó a esforzarse para amar el sendero de la cruz.
Podría pensarse que un alma de estas características por fuerza tenía
que llegar a la vida religiosa, pero no fue así. Claudio sintió una
inicial «aversión» por ella que logró vencer ingresando en 1658 en la
Compañía de Jesús. En 1660 profesó y perdió a su madre, Margarita, quien
le había dirigido una sentida petición que resultó ser a la vez
profética: «Hijo mío, tú tienes que ser un santo religioso».
Completado su noviciado en Aviñón, y culminados sus estudios de
filosofía, se dedicó a la enseñanza en el colegio Clermónt de París,
punto neurálgico en esa época de la vida intelectual francesa. Pero las
cualidades de Claudio traspasaron las fronteras a través de sus escritos
y de sus acciones. Probablemente por ello, teniendo constancia
fehaciente de su rigor intelectual, Colbert le confió la educación de
sus hijos. Es conocida la inclinación del santo a las bellas artes como
también los selectos amigos que admiraban su labor. Al respecto, es
significativa la correspondencia que mantuvo con personas destacadas de
la talla de Oliverio Patru, miembro de la Academia Francesa, uno de sus
incondicionales seguidores.
Sus dotes oratorias se hicieron públicas durante la canonización de
san Francisco de Sales, ya que fue designado para realizar su panegírico
aunque todavía no era sacerdote. Sus palabras conmovieron a todos. Los
sermones que pronunció después ante personas de distintas procedencias,
entre las que se contaron algunos miembros relevantes de la realeza y de
la cultura, son modélicos en todos los sentidos: fondo y forma; eran
fruto de su reflexión a la luz de la oración.
Desde 1670 a 1674 dirigió la Congregación mariana. A finales de ese
año fue admitido en profesión solemne. Había escrito: «¡Dios mío!,
quiero hacerme santo entre Vos y yo». En el retiro preparatorio se
sintió llamado a consagrarse al Sagrado Corazón. Entonces añadió otro
voto de absoluta fidelidad a las reglas de la Compañía, voto que había
vivido rigurosamente antes de profesar. Su obediencia fue paradigmática.
Delicado y exquisito en su quehacer, todo reflejaba su reciedumbre
espiritual. Abandonado en brazos de la confianza divina, compuso una
hermosísima oración dedicada a ella. Este fragmento de su conocido «Acto
de confianza» muestra su ardiente anhelo de permanecer unido a Dios por
encima de sí: «Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos
los que esperan en Ti y de que no puede faltar cosa alguna a quien de
Ti las aguarda todas, que he determinado vivir en adelante sin ningún
cuidado, descargándome en Ti de toda mi solicitud. Despójenme los
hombres de los bienes y de la honra, prívenme las enfermedades de las
fuerzas y medios de servirte, pierda yo por mi mismo la gracia pecando;
que no por eso perderé la esperanza, antes la conservaré hasta el
postrer suspiro de mi vida, y vanos serán los esfuerzos de todos los
demonios del infierno para arrancármela, porque con vuestros auxilios me
levantaré de la culpa…». Los 33 años de su vida le parecían el momento
ideal para entregar su alma a Dios, pensando que a esa edad había sido
crucificado Jesucristo. «Me parece, Señor, que ya es tiempo de que
empiece a vivir en Ti y solo para Ti, pues a mi edad, Tú quisiste morir
por mí en particular», anotó en su Diario. Pero no había llegado su
hora.
En 1675 fue nombrado superior del colegio de Paray-le-Monial que
contaba con escasísimos alumnos. En ese momento conoció a santa
Margarita María de Alacoque que sufría la incomprensión de su confesor
ante las revelaciones que recibía del Sagrado Corazón de Jesús. Ella, al
oírle predicar a la comunidad de la Visitación, sintió que era la
persona que Cristo ponía en su camino: «Mientras él nos hablaba
–escribió–, oí en mi corazón estas palabras: ‘He aquí al que te he
enviado’». Y venciendo su voluntad, que le instaba a no abrirle su
corazón, le confió sus pesares. El religioso, conocedor de la violencia
que se hizo a sí misma, la comprendió y orientó como solo saber hacer un
santo, con toda caridad y delicadeza, siendo dador de paz. La atención
dispensada a Margarita atrajo críticas surgidas, como siempre, de
insensibilidades diversas. La realidad es que, al igual que ella, otros
muchos hallaban en Colombière el sosiego que precisaban.
En 1676 se trasladó a Londres, donde predicó y convirtió a numerosos
protestantes. Las controversias de la corona que implicaban a los
católicos le salpicaron y sembraron el bulo de que se hallaba mezclado
en un complot. Acusado y hecho prisionero, Luis XIV impidió que lo
martirizaran y fue desterrado a Francia. Llegó en 1679 muy enfermo ya
que en la cárcel se produjeron los primeros vómitos de sangre y no
recibió la asistencia precisa. Buscando aires mejores para su salud, le
enviaron a Lyon y dos años más tarde a Paray. Margarita, que había
seguido con gran preocupación el proceso de su enfermedad, le hizo saber
que allí moriría. Entonces Claudio, que pensaba partir a otro lugar más
benigno, paralizó los preparativos del viaje. Y el 15 de febrero de
1682, contando con 41 años, entregó su alma a Dios. La santa supo por
una revelación que se hallaba en la gloria y que no precisaba oraciones.
Fue beatificado por Pío XI el 16 de junio de 1929, y canonizado por
Juan Pablo II el 31 de mayo de 1992.
in
Sem comentários:
Enviar um comentário