«Su vida fue una permanente catequesis para quienes conocieron a este
santo catalán, dechado de humildad. Era pobre con los pobres ejerciendo
su admirable caridad con los enfermos, indigentes, reclusos, militares y
niños, entre otros»
(Wikipedia) |
(ZENIT – Madrid).- Dios concedió muchos dones a este santo nacido en
Barcelona, España, el 6 de mayo de 1650. Entre otros, el de la dirección
espiritual y el de la penetración de corazones. Era un maestro en el
cultivo de la pobreza y de la oración, que efectuaba postrado durante
horas ante el Santísimo Sacramento. Su piedad era manifiesta siendo
monaguillo y cantor en la iglesia de Santa María del Mar de Barcelona.
Tanto es así que los sacerdotes le costearon los estudios. Al morir su
padre, su madre contrajo nuevas nupcias. Pero al enviudar Gertrudis por
segunda vez se encontraron con serias carencias. Seguramente sus
benefactores tendrían en cuenta esta precaria situación familiar. Era
tal el candor de José que no había duda de que estaba llamado a ser un
gran santo. El único problema que tuvo que afrontar siendo estudiante
fue la parálisis de una de sus piernas que le obligó a permanecer
recluído en cama durante un tiempo.
Después, doctorado en filosofía y en teología, recibió el sacramento
del sacerdocio en mayo de 1676 en la localidad de Vich. Entonces orientó
su acción a educar a los jóvenes. En un momento dado, Dios le permitió
atisbar parte de su alma. Quedó tan impresionado de lo que vio, que tomó
la resolución de vivir con espíritu de penitencia y ayunar todos los
días. En esa época se hallaba al servicio de la familia Gasneri como
preceptor de los hijos, simultaneando esta labor con la de párroco en
San Felipe Neri. Aceptó temporalmente el trabajo con objeto de paliar
las dificultades por las que atravesaban su madre y hermanos. Pero era
un hombre que amaba la pobreza. Le costaba hallarse rodeado de
abundancia como la que veía en el hogar.
Un día en este domicilio se produjo un episodio impactante para él
desde el punto de vista espiritual. En el transcurso de un almuerzo
hasta en tres ocasiones extendió el brazo para proveerse de unas
exquisitas viandas, y se vio impedido por una fuerza sobrenatural para
lograr su propósito. Interpretó el hecho como una invitación a someterse
para siempre al más riguroso ayuno. No se retractó de ello el resto de
su existencia. Se alimentó de pan y de agua. El pan, elegido por él
entre el menos apetitoso –si podía encontrarlo viejo y pasado, mejor–, y
se abastecía del agua en las fuentes públicas que hallaba al paso. La
única licencia que se permitía era añadir unas hierbas a tan frugal
comida los domingos, y las obtenía gratuitamente tomándolas de la ladera
del monte Montjuic. Siempre vivió de la beneficencia; lo poco que tenía
era de los pobres. Tanta era su austeridad que ni siquiera poseía una
cama.
Estos gestos de piedad y sus mortificaciones, insólitas para la
mayoría de la gente, eran bien conocidos en la ciudad. Con sus modales
exquisitos y la profundidad de su consejo alentaba a todos a vivir la
santidad, enseñándoles que no se basa en actos puntuales externos y que
debe discurrir afianzada en la oración. Los que se acercaban a él
partían edificados por su alegría y confianza. Era dador de paz. En sí
mismo, su ejemplo constituía ya una catequesis permanente. Viéndole cómo
actuaba, se enamoraban de Dios. Era su mejor apostolado. Lo testimonial
cala siempre en el corazón de las personas.
No llegó a cumplir una década con esta familia acomodada, porque
falleció su madre, y sus hermanos se hallaban una situación económica
menos comprometida. Viviendo pobremente, como siempre hizo, intensificó
su labor caritativa. Auxiliaba a los enfermos, indigentes, reclusos,
militares, niños… En 1686 peregrinó a Roma. En los meses de permanencia
en la Ciudad Eterna, a la que llegó con cartas de recomendación que
ensalzaban su altura humana y espiritual, alcanzó su sueño de
entrevistarse con Inocencio XI. Amigos cardenales lo hicieron posible.
El papa le otorgó una prebenda en la parroquia de Santa María del Pino
de Barcelona. En ella ejerció su acción pastoral con abundantes frutos.
Pero no le faltaron detractores. Llevaron sus quejas al prelado y le
acusaron ante él de imponer a los penitentes mortificaciones como las
suyas.
A la muerte del obispo, que vetó su labor apostólica, siguió en manos
de su sucesor. De todos modos, José quiso ser mártir ardientemente. Por
eso, en abril de 1698 partió rumbo a Roma de nuevo, a pesar del clamor
de las gentes que temían perderle e intentaron disuadirle para que
permaneciese entre ellas. Él pensaba que allí obtendría de la Santa Sede
la gracia de poder encaminarse al martirio. Pero la voluntad divina fue
que enfermase en Marsella, y la Virgen le hizo ver que debía proseguir
su misión en Barcelona atendiendo a los enfermos.
Aunque Dios obró numerosos prodigios por su mediación, siempre los
atribuyó al arrepentimiento que mostraban quienes le abrían su corazón.
Les hacía ver que eran sanados directamente por Él. Humilde y sencillo,
rechazó frontalmente cualquier intento de considerarle artífice de
signos extraordinarios. Fue agraciado con el don de profecía, de
levitación, y de milagros. Dios le concedió sanar a los enfermos con una
simple bendición. Un inmenso gentío, que procedía no solo de Barcelona
sino de otros lugares, se arremolinaba en torno a él esperando recibir
la aspersión del agua bendita y la señal de la cruz trazada sobre ellos.
Algunos de sus numerosos milagros fueron memorables. Dos en
particular llaman la atención. El que hizo que recuperase la pierna
gangrenada un joven que iba a verla amputada. Y el obrado con un
maltrecho paralítico que vivía de la limosna de los parroquianos y que
pudo caminar súbitamente. José vaticinó su propia muerte, que se produjo
el 23 de marzo de 1702 a consecuencia de una pleuresía cuando tenía 52
años. Sus postreros instantes discurrieron en una habitación que le
prestó un cuchillero. Se hallaba rodeado de la gente del barrio que
tanto cariño le profesaba, de amigos sacerdotes y seglares. Desde la
escolanía de la capilla del Palau cantaban en ese momento, como él había
solicitado, el Stabat Mater. Pío VII lo beatificó el 21 de septiembre
de 1806. Pío X lo canonizó el 20 de mayo de 1909.
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